viernes, 22 de diciembre de 2017

Latinoamérica: territorio ocupado

Embajador de EE.UU. en Guatemala con activistas/operadores políticos locales, diciembre de 2017. Foto: Embajada de Estados Unidos en Guatemala.  



El rol de las fuerzas armadas de Estados Unidos será mantener la seguridad del mundo para nuestra economía y que se mantenga abierta a nuestro ataque cultural. Con esos objetivos, mataremos una cantidad considerable de gente.

Ralph Peters, Armed Forces Journal, agosto de 2006



POR MARCELO COLUSSI 

Latinoamérica y la zona del Caribe constituyen la reserva “natural” de la geopolítica expansionista de la clase dominante de Estados Unidos. Desde la tristemente célebre Doctrina Monroe, formulada en 1823 (“América para los americanos”…, del Norte), la voracidad del capitalismo estadounidense ha hecho de esta región del planeta su obligado patio trasero.

En todos los países de esta gran zona geográfica, desde el momento mismo del nacimiento de las aristocracias criollas, el proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas oligarquías y “sus” países no nacieron -distintamente a las potencias europeas, o al propio Estados Unidos en tierra americana- al calor de un genuino proyecto de nación sostenible, con vida propia, con vocación expansionista; por el contrario, volcadas desde su génesis a la producción agroexportadora primaria para mercados externos (materias primas con muy poco o ningún valor agregado), su historia está marcada por la dependencia, incluso por el malinchismo. Oligarquías con complejo de inferioridad, buscando siempre por fuera de sus países los puntos de referencia, racistas y discriminadoras con respecto a los pueblos originarios -de los que, claro está, nunca dejaron de valerse para su acumulación como clase explotadora-, toda su historia como segmento social, y por tanto la de los países donde ejercieron su poder, va de la mano de potencias externas (España o Portugal primero, luego Gran Bretaña, y desde la doctrina Monroe en adelante, de Estados Unidos).

No queda ninguna duda que, en muy buena medida, el atraso comparativo y el clima de represión que han vivido los países de América Latina y del Caribe a lo largo del siglo XX y en lo que va del presente, tiene como causa la política imperial de Washington. Ello podría llevar a pensar, quizá con algo de ingenuidad, en la “perfidia” de ese país. Sería, en tal caso, el imperio más sanguinario de la historia, con mayores ansias de dominación, perverso por antonomasia.

Pero esa visión es corta, parcial, incorrecta en términos de análisis político-social. La situación concreta de Latinoamérica y su sujeción a los dictados de la Casa Blanca deben entenderse en la lógica del sistema imperante: el capitalismo, y en la dinámica propia que el mismo conlleva.

El capitalismo, desde sus albores, mostró una tendencia irrefrenable: su expansión como sistema y la concentración del capital. La necesidad de mercados, nuevos y cada vez más variados y extendidos, le es intrínseca. “La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido”, anunciaba Marx en 1858. Con el grito de “¡tierra!” proferido por Rodrigo de Triana desde el palo mayor de la Santa María la madrugada del 12 de octubre de 1492, se inicia la expansión del capitalismo y la verdadera globalización. Ahí la Tierra efectivamente se hace redonda, y los capitales comienzan a esparcirse planetariamente en búsqueda de 1) mercados (para realizar la plusvalía), y 2) de materias primas para la producción de nuevas mercancías, inventando interminablemente nuevas necesidades.

Todos los continentes se interconectan comercialmente desde aquel momento, y tres siglos después ya están totalmente definidas las tendencias: Estados Unidos aparece como la potencia emergente, con una dinámica de crecimiento que supera al capitalismo europeo. Sus ansias expansionistas se hacen insaciables ya a mediados del siglo XIX (aparece la Doctrina Monroe), y los países latinoamericanos terminan siendo su retaguardia.

Entrado el siglo XXI, la situación se mantiene igual. Según expresara con total naturalidad Colin Powell en el 2002, entonces Secretario de Estado de la administración Bush cuando la potencia del norte intentaba poner en marcha un proyecto de libre comercio panamericano, el ALCA -Área de Libre Comercio de las Américas-: “Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas estadounidenses el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio. Dicho en otros términos: un continente cautivo para la geoestrategia de dominación de Washington basada en el saqueo institucionalizado de materias primas, recursos naturales, mano de obra barata y precarizada e imposición de sus propias mercaderías en una zona de reinado del dólar. Por supuesto que la dependencia se asegura también con la injerencia en las políticas internas de cada país, y en último término, en las armas (léase: sus bases militares que hoy atenazan todo el subcontinente, desde Centroamérica a la Patagonia, en un número desconocido pero no inferior a 70).

Lo que establecen los llamados “tratados de libre comercio” impuestos por la Casa Blanca, firmados en forma bilateral por Washington y distintos países de la región, no deja lugar a dudas de quién manda y quién fija las reglas de juego: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben abrirse a la inversión privada, 2) Inversiones: los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del sector público: las compras del Estado se abren a las empresas transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y las tecnologías, 7) Subsidios: compromiso de los gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en cualquier ámbito, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados.

¿Por qué sucede esto? No por una maldad inmanente de los halcones que gobiernan desde Washington; es el sistema socio-económico imperante el que lleva a este estado de cosas. El capitalismo actual, absolutamente globalizado y dominador completo de la escena política internacional en estos momentos, tiene en Estados Unidos su principal exponente. Los megacapitales que manejan el mundo siguen siendo, en fundamental medida, estadounidenses, hablan en inglés y se rigen por el dólar. Ese capitalismo desenfrenado necesita en forma creciente materias primas y energía. La mundialización del “american way of live” lleva a un consumo interminable de recursos. Poder asegurarse esos recursos y las fuentes energéticas, otorga la posibilidad de manejar la Humanidad. Henry Kissinger lo dijo sin ambages en 1973: “Controla los alimentos y controlarás a la gente, controla el petróleo y controlarás las naciones, controla el dinero y controlarás el mundo”. Esa es la consigna con la que la clase dominante de Estados Unidos maneja las cosas. Si algo falla en ese cometido: ahí están sus poderosas fuerzas armadas siempre listas para intervenir.



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Latinoamérica entra en esa lógica de dominación global, ante todo, como proveedora de materias primas y fuentes energéticas. El 25% de todos esos recursos que consume Estados Unidos provienen del subcontinente latinoamericano. Es imprescindible saber que de las distintas reservas planetarias, el 35% de la potencia hidroenergética, el 27% del carbón, el 24% del petróleo, el 8 % del gas y el 5% del uranio se encuentran en esta región. A lo que debe agregarse el 40% de la biodiversidad mundial y el 25% de cubierta boscosa de todo el orbe, así como importantes yacimientos de minerales estratégicos (bauxita, coltán, niobio, torio), además del hierro, fundamentales para las tecnologías de punta (incluida la militar), impulsadas en gran medida por el capitalismo estadounidense. Esa búsqueda insaciable de minerales metálicos y no metálicos, imprescindibles para los nuevos procesos productivos, ha traído como consecuencia una masiva entrada de explotaciones extractivas en toda la región, con capitales de Estados Unidos básicamente, a veces enmascarados en empresas canadienses, presuntamente más respetuosas en los cuidados medioambientales, pero siempre en la lógica de acumulación por desposesión (aniquilando biosfera, pueblos originarios y culturas ancestrales).


Debe agregarse que en esta nueva fiebre conquistadora -como en pasadas épocas coloniales- vuelve a cobrar gran importancia el oro, no tanto por su utilidad práctica en la industria, sino como posible reemplazo del dólar, dada la tendencia a la baja en el concierto internacional que presenta la moneda estadounidense. Para desgracia de sus habitantes, Latinoamérica es un enorme reservorio de este metal precioso. La actual avalancha extractivista ha disparado sus precios al alza, y su explotación intensiva no repara en daños a la ecología. Por supuesto, el único beneficiado en todo esto es el gran capital estadounidense.

 

La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales -en general unidos a capitales transnacionales- crecen; por el contrario, las grandes mayorías populares, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas matrices de las empresas que operan en la región.

 

Definitivamente, entonces, la gran potencia del norte necesita de Latinoamérica. La noción de “patio trasero” es patéticamente verídica: de aquí extrae cuantiosos recursos en la actualidad, es su reserva estratégica (Venezuela, por ejemplo, almacena en su subsuelo 300.000 millones de barriles de petróleo, suficientes para 341 años de producción al ritmo actual, o el Acuífero Guaraní, en la triple frontera argentino-brasileño-paraguaya incluyendo también a Uruguay, es una reserva de agua dulce fabulosa -en la actualidad, solo en Brasil alrededor de 500 ciudades se surten de él-), le posibilita mano de obra barata para su producción transferida desde su territorio (maquilas, ensambladoras, call centers) y, pese a la actual política anti-migratoria de la administración Trump, sigue proporcionándole recurso humano casi regalado para la industria, el agro y servicios a través de los interminables ejércitos de indocumentados que siguen llegando a su geografía. Sin contar con el mercado cautivo que tiene para los productos que continúa elaborando en su propio país, y que obliga a consumir en Latinoamérica (piénsese en Hollywood, por ejemplo: el 85% de las películas que se ven en nuestros países provienen de Estados Unidos; o la dependencia científico-técnica en que se encuentra la región, virtual esclava institucionalizada de las “marcas registradas” de infinidad de mercaderías que llegan del norte).

 

Todos estos intereses -vitales sin dudas para el mantenimiento de sus privilegios- la clase dirigente estadounidense se cuida muy bien de no perderlos. Para ello está su política exterior latinoamericana, consistente básicamente en el papel que juegan sus gobiernos, no importando si son demócratas o republicanos: la historia ya se muestra escrita desde siempre. Desde la época de Simón Bolívar, quien en 1829 dijera que “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”, a nuestros días, la tendencia se mantienen similar. Para graficarlo, se podría apelar a una humorada muy pertinente: “En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada americana”. Tal como lo expresa el Documento Santa Fe IV, titulado “Latinoamérica hoy”, del año 2000: “El poder del país [Estados Unidos] se basó ante todo en este hemisferio [Latinoamérica], a veces llamado Fortaleza América”. En otros términos: la región es vital para el proyecto hegemónico de Washington.

 

Dicho de otro modo: los intereses de los grandes capitales estadounidenses necesitan de los países latinoamericanos y caribeños. Para ello controlan la región al milímetro. La controlan con diversos medios: con la manipulación injerencista en la política local, con la dependencia tecnológica, con la impagable deuda externa, con la sujeción comercial. Y cuando todo ello no alcanza, con las armas.

 

Tanto el Documento Santa Fe IV -clave ideológica de los actuales halcones ligados al complejo militar-industrial, que son quienes realmente fijan la política exterior- como el “Documento Estratégico para el año 2020 del Ejército de los Estados Unidos” o el Informe “Tendencias Globales 2015” del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo técnico de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), presentan las hipótesis de conflicto social desde una óptica de conflicto militar. La reducción de la pobreza y el combate contra la marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en los marcos del capitalismo) agenda de los “Objetivos de Desarrollo Sostenible 2015-2030”, de Naciones Unidas, es algo que no entra en los planes geoestratégicos del imperio. Al que proteste o intente ir contra sus intereses hegemónicos: ¡mano dura! No hay otra respuesta.

 

Para eso están las alrededor de 70 bases militares con alta tecnología resguardando toda Latinoamérica y el Caribe. En realidad, dada la secretividad con que se mueve esta información, no hay seguridad del número exacto de instalaciones militares estadounidenses en la región, pero es sabido que están y no dejan de crecer, lo que se complementa con la Cuarta Flota Naval, destinada a accionar en toda América Central y del Sur. Lo cierto es que su alto poder de fuego, su rapidísima posibilidad de movilidad y sus acciones de inteligencia a través de las más sofisticadas tecnologías de monitoreo y espionaje, permiten a Washington un control total de la zona.

 

¿Por qué tanto control? Las excusas del combate al narcotráfico o al terrorismo internacional quedan cortas. La instalación más grande y poderosa se está construyendo en Honduras, muy cerca de las reservas petrolíferas de Venezuela. ¿Coincidencia? En el Chaco paraguayo se localiza la base Mariscal Estigarribia, pudiendo albergar 20.000 soldados, cerca del Acuífero Guaraní y de las reservas de gas de Bolivia. ¿También coincidencia? Cuando luego de décadas de inactividad se reactivó la Cuarta Flota Naval, el entonces presidente brasileño Lula da Silva se preguntó: “Ahora que hemos descubierto petróleo a 300 kilómetros de nuestras costas, nos gustaría que Estados Unidos por favor nos explique lo que está en la lógica de esta flota en una región tan pacífica como esta”.


Está claro que Latinoamérica es un territorio ocupado por la geopolítica hemisférica de la Casa Blanca. Y no hay, precisamente, fortuitas “coincidencias” entre su intervencionismo (político o militar) y los intereses que defiende. Hay, para decirlo con exactitud, una calculada agenda de dominación. “Con esos objetivos”, tal como asevera el epígrafe: el de mantener la supremacía mundial como potencia para asegurar un capitalismo consumista y depredador, “mataremos una cantidad considerable de gente”. El despliegue de fuerzas militares en nuestros países no lo permite dudar.


Pero no está todo perdido. Si bien Estados Unidos parece una potencia invencible, no lo es. La historia nos lo demuestra. Aunque su control sobre nuestros territorios se muestra omnímodo, siempre quedan resquicios. La historia de la Humanidad, en definitiva, es una larga, interminable lucha entre opresores y oprimidos. Y la historia ¡no está terminada!, como triunfalmente cantara el sistema hace unos años atrás, tras la caída del Muro de Berlín. Si tanto se arma el imperio para controlar, es porque sabe que en algún momento la olla de presión puede explotar. Por eso, para no quedarnos con el amargo sabor que no hay salida ante tanta dominación, recordemos a Neruda: “Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”...

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Marcelo Colussi     PLATIQUEMOS UN RATO  

Argentina (1956). Estudió Psicología y Filosofía. Vivió en varios países latinoamericanos y desde hace 20 años radica en Guatemala. Investigador social, psicoanalista y además escribe relatos, con varios libros publicados. Foto: aporrea.org


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sábado, 9 de diciembre de 2017

Hay una musa (o poesía del anhelo)

Foto:  imk.es



Sí. Lo confieso 
Hay una musa por ahí 
Una musa a la que eyaculo mis mentiras en las tetas 
Pero en realidad yo soy el engañado
pues no eyaculo más que semen
Semen que se muere después de unos segundos
¡Qué frágil es mi vida!

Hay una musa a la que muerdo los labios con todas mis fuerzas
con toda mi vida hasta hacerlos sangrar para que hablen
para que rompan el silencio de la Vía Láctea
y endulcen un poco mi saliva
bien amarga por tabaco
pero ella nunca me concede nada
¡Solo sexo oral!

Hay una musa de ojos verdes por ahí
pero yo soy incapaz de salir de mi pupila
y de dejarme ver

Hay una musa a la que siempre le cocino en el calor de mi estufa:
un poco de paella un día
y un poco de pasta después
Pero ella se alimenta de mi soledad

Hay una musa que bien podría caminar conmigo
pero aquí estoy otra vez:
solo, estancado por el tráfico
compartiendo derrotero con un millón de infames

Hay una musa que soñé anoche:
húmeda, lloviéndose mil veces por la tarde
Pero hoy me despertó este sol que derrite las ventanas
¡Debo ir a trabajar!

Sí. Hay una musa que promete poesía
Pero yo solo tengo este cuaderno



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Christian Echeverría 


Una rara mezcla entre psicólogo, poeta, escritor, activista, bloguero y periodista cultural que sólo es posible en el siglo xxi. Creador de Asuntos inconclusos



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jueves, 16 de noviembre de 2017

'Sin miedo' (o la voz de los desaparecidos)

Foto: catalnfilms.cat.es


POR MARCELO COLUSSI 

Acaba de presentarse en Guatemala la película “Sin miedo”, del realizador ítalo-español Claudio Zulian. Próximamente comenzará un amplio proceso de socialización del film, llevándoselo a los circuitos de cine comercial, buscándose su difusión en la mayor cantidad de sectores de la sociedad guatemalteca y, al mismo tiempo, su exhibición en la mayor cantidad de espacios posibles fuera del país.

La realización es una producción de Acteon, Monstro Films y CDP, en coproducción con ARTE France, Alebrije cine y video y Óxido, en colaboración con el Programa Ibermedia

La idea es que todo el mundo conozca de una verdad bastante, o muy silenciada: Guatemala sufrió una terrible guerra interna de 36 años de duración entre 1960 y 1996. Producto de ello murieron 200.000 personas, y 45.000 fueron desaparecidas por el Estado. El 82% de esas víctimas fue población maya. Terminada la guerra, más allá del silencio de las armas, nada cambió en la estructura básica de la sociedad, pues continúa siendo uno de los países del mundo donde la distancia entre los más acaudalados y los más desposeídos es de las más abrumadoras. De hecho, con un 60% de su población bajo el límite de la pobreza (2 dólares diarios de ingreso, según la ONU), Guatemala, siendo territorio productor neto de alimentos, presenta una de las tasas de desnutrición más altas del globo.

Pasó la guerra y todo parece seguir igual. Y además, las heridas dejadas por más de tres décadas de conflicto armado, el Estado se niega a reconocerlas, y mucho más, a sanarlas. De ahí que nace esta película.

Según los realizadores, “«Sin Miedo» nace de una extraordinaria intuición. Un grupo de familiares de personas secuestradas y desaparecidas por el ejército guatemalteco durante la dictadura militar, pidió y consiguió que, entre otras muchas medidas de reparación, figurara la producción de un documental a cargo del Estado. Fue en el año 2012 cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó por primera vez al Estado de Guatemala por estas desapariciones forzadas (más de 45.000 civiles) durante los años de la guerra civil (1960-1996). Hasta ahora el Estado se ha negado a acatar la sentencia -y producir el documental- pero los familiares no han querido esperar más. Están convencidos de que lo esencial de la cultura, de la historia y la memoria, se juega ahora también en el campo del audiovisual. Es por esto que «Sin Miedo» es también una exploración de las formas actuales de nuestra memoria (individual y colectiva). El lenguaje del cine, la televisión, el material de archivo, los dibujos y performance nos llevan a través de la historia de esta lucha y somos capaces de ver todos sus aspectos humanos”. 

Foto: Prensa Comunitaria



El documental sigue las peripecias de un grupo de familiares en su búsqueda de justicia por la desaparición de sus allegados. Cuatro de ellos son los protagonistas de la película, quienes narran con un peculiar lenguaje la sangrienta historia de Guatemala: Miguel Ángel Arévalo, Paulo Estrada, Ofelia Salanic Chinguil y Salomón Mejía Estrada

Según su director, Claudio Zulian: “«Sin miedo» existe gracias al deseo expreso del grupo de familiares de los desaparecidos, planteando así otra cuestión fundamental en el campo de la producción audiovisual contemporánea: ¿Quién habla? ¿Quién decide quién puede hablar? Desde este punto de vista, Sin miedo es un extraordinario ejemplo de empoderamiento. El grupo de familiares de desaparecidos siempre ha tenido una clara conciencia de ello. Tan pronto como se emitió la sentencia comenzaron a trabajar: hablaron con directores, productores y técnicos; querían saber exactamente cómo crear un documental; y exploraron la manera en que se ha abordado la trágica historia reciente de América Latina en el campo audiovisual.


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Nos permitimos recomendarla, dada que constituye una pieza imperdible para conocer la historia, no solo de Guatemala, sino del mundo. La Guerra Fría vivida décadas atrás, expresión de la lucha de clases a nivel global, terminó; pero el conflicto social de base sigue, y recuperar la memoria histórica es indispensable pare conocer dónde estamos parados y hacia dónde podemos ir... 


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Marcelo Colussi     PLATIQUEMOS UN RATO  

Argentina (1956). Estudió Psicología y Filosofía. Vivió en varios países latinoamericanos y desde hace 20 años radica en Guatemala. Investigador social, psicoanalista y además escribe relatos, con varios libros publicados. Foto: aporrea.org



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martes, 17 de octubre de 2017

Legitimidad versus legalidad: la batalla por Guatemala



POR JAVIER MARTÍNEZ 

«Acá no estamos hablando de personas, sino del fortalecimiento de las instituciones», dijo el vocero presidencial, Heinz Heimann, hace unas semanas, y ese argumento se ha repetido en diversas circunstancias y sobre diferentes temas: desde el intento por declarar «non grato» al comisionado Velásquez hasta (muy en el fondo) el argumento de quienes buscan una renovación política sin salirse del sistema legal guatemalteco. Desde entonces, se me vino a la mente lo que el historiador Jorge Luján Muñoz denominaba «el problema del legalismo español». A lo que Luján se refería con ese término (o uno muy similar, porque puede ser que la memoria me traicione) era al hecho curioso del esmero que los españoles pusieron en justificar su derecho de conquistar el continente americano. Curioso porque, a diferencia de los ingleses, franceses y holandeses, los españoles se cuestionaban constantemente el porqué tendrían ellos, y no cualquier otro pueblo europeo, el derecho de conquistar y explotar este continente.
La argumentación legal de los españoles fue esta: el dueño del mundo es Dios y, por ende, sería él —por medio del Papa— quien debería decidir a quién entregárselo; la voluntad de Dios fue, entonces, que este continente fuera encontrado por un representante de la Corona española. Para sostener esta lógica, los españoles hicieron dos tratos con el Vaticano. Uno fue la bula «Inter caetera» de 1493 en la que se definió una línea imaginaria sobre el océano Atlántico: todo lo que quedara al Este sería de Portugal (esperaban que fuese África) y al Oeste, de España (esperaban que fuese América, pero ignoraban que estaba «inclinada» y, por eso, Brasil quedó del lado portugués). El otro trato fue el Real Patronato: a cambio de tener el derecho de conquistar América, el Rey correría con los gastos de la Iglesia en este territorio. Al papa Alejandro VI se le hizo feo que los españoles mataran indígenas (aunque aún se discutía si tenían o no alma) así que les pidió que antes de hacerles la guerra les dieran la oportunidad de rendirse pacíficamente; este fue el famoso «Requerimiento», un documento redactado en castellano y que debía leerse en voz alta a los indígenas, fuera cual fuera su idioma. Si estos no se «daban en paz», los españoles tenían permitido hacerles la guerra; en otras palabras, un legalismo, un ardid técnico, un proceso viciado.
Posteriormente vinieron los problemas expuestos por fray Bartolomé de las Casas: los españoles trataban a los indígenas como esclavos. Luego de extensas discusiones teológicas, De las Casas demostró que los indígenas sí tenían alma y, entonces, la Corona se vio obligada a decretar las famosas Leyes Nuevas de 1542. Estas seguían argumentando el derecho español de dominar América, pero prohibían el maltrato y la esclavitud del indígena; en general, obligaban a darles un trato semihumano. Estas leyes, publicadas en España, jamás se cumplieron en América, pues los peninsulares y los criollos simplemente las ignoraban ante la falta de supervisión y de interés en las autoridades locales por hacerlas cumplir (se beneficiaban económicamente al ignorarlas). Mientras la Corona decretaba leyes y buscaba la armazón legal que justificara su dominio y mantuviera viva la mano de obra gratuita, sus súbditos y otros países europeos hacían lo que querían en realidad. ¿En qué terminó, entonces, el fortalecimiento de la institución que intentó la Corona española? ¡En nada, en un esfuerzo vacío!
¿Se imaginan ustedes que los indígenas hubiesen intentado utilizar ese enmarañado sistema legal y administrativo español para exigir justicia? ¡Bueno, pues es lo mismo que algunos argumentan hoy: intentar cambiar el Estado por medio de sus mismos procesos truculentos, creados y administrados por corruptos! Sin embargo, los indígenas del siglo XVI sí lo hicieron: sí intentaron utilizar el sistema español para exigir sus derechos pero, como era de esperar, jamás prosperaron. Es más, esos documentos son hoy más conocidos como «obras de ficción» que por su peso como documentos legales; tales son los casos del «Memorial de Sololá» y de otros documentos etnohistóricos. En un paralelismo un poco forzado, ¿acaso no somos nosotros hoy los indios coloniales que exigen sus derechos por medio de las herramientas provistas por un sistema legal cooptado y ajeno a la realidad? ¿Será que llegaremos a algún lado o terminaremos en el olvido, al igual que este antecedente colonial?


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El objetivo de esta publicación no es promover el irrespeto a las leyes, sino debatir si en realidad es la institucionalidad la que importa, tanto para mantener como para cambiar el Estado. Quisiera, con esta publicación, invitar a que busquemos soluciones alternativas al problema político y social del país que no consistan en jugar el juego del corrupto, que no sean respetar sus reglas, que no consistan en enredarnos en eternas batallas repletas de tecnicismos sucios, de procesos viciados, de discrecionalidad de jueces vendidos, de subjetividad de magistrados con intereses políticos. Busquemos una solución que impida perder la esperanza de cambio y que impida el surgimiento de la apatía política, caldo de cultivo de la corrupción. Recordemos que la misma Constitución dice: «Nosotros, los representantes del pueblo de Guatemala, electos libre y democráticamente, reunidos en Asamblea Nacional Constituyente, con el fin de organizar jurídica y políticamente el Estado…»; esto implica que el orden constitucional es solo una forma (de muchas posibles) en que el pueblo de Guatemala puede organizar jurídica y políticamente el Estado, ¿qué tal si nos volvemos a organizar de otra manera? ¿Acaso no tendría el mismo peso y la misma validez que el orden constitucional actual? ¿Qué otras posibles maneras de representar al pueblo de Guatemala podrían existir?


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Licenciado en Letras y en Antropología; tiene un posgrado en Lingüística y una maestría en Comunicación. Actualmente estudia un doctorado en Investigación. Tiene experiencia como catedrático y editor




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miércoles, 11 de octubre de 2017

Trump y la industria de la guerra: nada ha cambiado




El [presidente] habló sobre cómo durante su administración los Estados Unidos serán testigos de la mayor acumulación militar en la historia del país. ¿Quién se beneficia? El Pentágono, los contratistas de defensa y los trabajadores en algunos estados particulares.”

Donald Abelson, Universidad de Ontario
Foto: El Cine de Hollywood




POR MARCELO COLUSSI 

Durante su campaña presidencial Donald Trump tuvo la osadía (¿bravuconada?, ¿estupidez, quizá?, ¿mal cálculo político?) de preguntarse si era conveniente continuar la guerra en Siria y la tirantez con Rusia. Probablemente cruzó por su cabeza la idea de poner énfasis, en lo fundamental, en el impulso a una alicaída economía doméstica, que paulatinamente va haciendo descender el nivel de vida de los ciudadanos estadounidenses comunes. Sus afiebradas promesas de hacer retornar a suelo patrio la industria deslocalizada (trasladada a otros puntos del mundo con mano de obra más barata), no parecen haber pasado de vano ofrecimiento. Unos pocos meses después, a menos de un año de su administración, puede verse cómo la política exterior estadounidense sigue siendo marcada por el todopoderoso complejo militar-industrial, y las guerras se suceden interminables. Y el presidente es su principal y alegre defensor.

A unos pocos días de su asunción como primer mandatario, el 27 de enero emitió el “Memorando Presidencial para Reconstruir las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”, una más que clara determinación de concederle poderes ilimitados a la omnipotente industria militar de su país. En la Sección 1 de dicho documento, titulada “Política”, puede constatarse que “Para alcanzar la paz por medio de la fuerza, será política de los Estados Unidos reconstruir las Fuerzas Armadas.” El mensaje no deja lugar a dudas. Casi inmediatamente después de la firma de ese memorando, comienzan los grandes negocios de la industria bélica.

Empresas fabricantes de ingenios militares como Lockheed Martin (especializada en aviones de guerra como el F-16 y los helicópteros Black Hawk, la mayor contratista del Pentágono), Boeing (productora de los bombarderos B-52 y los helicópteros Apache y Chinook), BAE Systems (vehículos aeroespaciales, buques de guerra, municiones, sistemas de guerra terrestre), Northrop Grumman (primer constructor de navíos de combate), Raytheon (fabricantes de los misiles Tomahawk), General Dynamics (quien aporta tanques de combate y sistemas de vigilancia), Honeywell (industria espacial), Dyncorp (monumental empresa que presta servicios de logística y mantenimiento de equipos militares) –compañías todas que para el año 2016 registraron ventas por casi un billón de dólares, teniendo incrementos desde el 2010 de un 60% en sus ganancias– se sienten exultantes: la “guerra infinita” que iniciara algunos años atrás con la “batalla contra el terrorismo”, no parece detenerse. La necesidad perpetua de renovar equipos y toda la parafernalia militar asociada promete ingentes ganancias. Todo indica que esa rama industrial sigue marcando el paso de la política imperial.

No hay dudas de que la pujanza de la economía estadounidense no es hoy similar a lo que fuera en la inmediata posguerra de 1945 y esos primeros años de triunfalismo desbordado (hasta la crisis del petróleo en la década de los 70), cuando era la superpotencia intocable. Ello no significa que está agotado el imperio estadounidense, pero sí que comienza un lento declive. De ahí que la omnímoda presencia militar en el mundo le puede asegurar el mantenimiento de su supremacía como poder hegemónico al aparecer nuevos actores que le hacen sombra (China, Rusia, Unión Europea, BRICS), al par que dinamizar muy profundamente su propia economía (3.5% de su producto bruto interno lo aporta el complejo militar-industrial, generando enormes cantidades de puestos de trabajo).

El 23 de febrero, un mes después de haber tomado posesión de su cargo en la Casa Blanca, Donald Trump declaraba provocador –fiel a su estilo– que Estados Unidos estaría reconstruyendo su arsenal atómico, dado que “se había quedado atrás” en términos comparativos con Rusia, y “será el mejor de todos” para asegurar que se colocaría “a la cabeza del club nuclear”.

Para darle operatividad a sus altisonantes declaraciones propuso un aumento de casi 17% del presupuesto de las fuerzas armadas. Ello podrá hacerse sacrificando con drásticas reducciones presupuestos sociales, tales como educación, medio ambiente, inversión en investigación científica, cultura y cooperación internacional.

El actual presupuesto para las fuerzas armadas es de 639,000 millones de dólares, lo que representa un 9% más de lo destinado a gastos militares en el último ejercicio fiscal del expresidente Barack Obama. Esa monumental cifra está destinada, básicamente, a la adquisición de nuevas armas estratégicas, a renovar profundamente la marina de guerra y a la preparación de tropas.

Paralelo a esta presencia de la industria bélica en los planes estratégicos de la presidencia, es digno de mencionarse cómo determinados personeros militares han ido ocupando puestos determinantes en toda la administración de Trump. Su jefe de despacho es John Kelly, general de los marines; el asesor de Seguridad Nacional es el general Herbert McMaster, veterano de las guerras de Irak y de Afganistán, muy respetado dentro de la jerarquía militar del Pentágono; el Secretario de Defensa es el general Jim Mattis, igualmente otro marine, conocido por su nada amigable apodo de “Perro loco”, polémico comandante de las tristemente célebres operaciones en Irak y Afganistán, entre las que está la masacre de Faluya, en Irak, en el año 2004 (un virtual criminal de guerra).

Junto a esta presencia determinante de la casta militar, Donald Trump ha dado lugar al ingreso masivo de altos ejecutivos del complejo militar-industrial en puestos claves de su gobierno. Así, por ejemplo, puede mencionarse a la actual Secretaria de Educación, la multimillonaria Betsy Devos, hermana del exmilitar y fundador de la empresa contratista de guerra Blackwater, Erik Prince. En otros términos: los generales y los fabricantes de la muerte son quienes fijan la geoestrategia de la principal potencia mundial. La destrucción, patéticamente, es buen negocio (¡para unos pocos!, claro está).

La militarización y la entrada triunfal de la industria bélica es pieza clave de la política del actual presidente de Estados Unidos. Ello puede apreciarse, además, en la estrategia de seguridad interna, por cuanto Trump rescindió un decreto ejecutivo de la presidencia de Barack Obama que prohibía el equipamiento militar a las policías locales. De este modo, el complejo militar-industrial podrá producir y vender a los cuerpos policiales armas de alto calibre, vehículos artillados y lanzagranadas. El negocio, sin dudas, marcha viento en popa.


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Si en algún momento se pudo haber pensado que la llegada de Trump con su idea de revitalizar la economía doméstica detendría en alguna medida el papel de hiper agente militar y gendarme mundial de Estados Unidos –lo que sí impulsaba la candidata Hillary Clinton–, la realidad mostró otra cosa. Dos fueron los hechos que, de una vez y terminantemente, evidenciaron quién manda realmente: el innecesario bombardeo a una base aérea en Siria –el 7 de abril– (operación militar absolutamente propagandística, sin ningún efecto práctico real en términos de operativo bélico), y unos días más tarde –el 13 de abril– el lanzamiento de la “madre de todas las bombas”, la GBU-43/B, el más potente de todos los explosivos no nucleares del arsenal estadounidense, en territorio de Afganistán (supuesto escondite del Estado islámico, igualmente operación más mediática que militar, sin ninguna consecuencia real en términos de operativo castrense).

Es más que evidente que en esta fase de capitalismo global e imperialismo desenfrenado, la estrategia hiper militarista garantiza a la clase dominante de Estados Unidos una vida que la economía productiva ya no le puede asegurar. Los nuevos enemigos se van inventando, ahora que la Guerra Fría y el fantasma del comunismo desaparecieron. Ahí están entonces, a la orden del día, “la lucha contra el terrorismo”, “la lucha contra el narcotráfico”, y seguramente en un futuro cercano “la lucha contra el crimen organizado”. Como dijera en el 2014 el por ese entonces Secretario de Defensa en la presidencia de Barack Obama, León Panetta: “La guerra contra el terrorismo durará no menos de 30 años.

El guión ya está trazado. No importa quién sea el ocupante de la Casa Blanca: los planes deben cumplirse. Si en algún momento el errático Donald Trump pudo haber hecho pensar que no era “un buen muchacho” que seguía lo establecido, la tozuda realidad (léase: los intereses inamovibles de quienes dirigen el mundo) lo pusieron en cintura.


¿Habrá guerra para rato entonces? De todos nosotros depende que ello no sea así. El llamado Reloj del Juicio Final, elaborado por el Boletín de Cientistas Atómicos de Estados Unidos, fue adelantado medio minuto para indicar que estamos a dos minutos y medio (en términos metafóricos) de un posible holocausto termonuclear si se sigue jugando a la guerra. El complejo militar-industrial estadounidense se siente omnipotente: juega a ser dios, juega con nuestras vidas, juega con el mundo. Pero un pequeño error puede producir la catástrofe. En nombre de la supervivencia de la especie humana y del planeta Tierra debemos luchar tenazmente contra esta demencial política. Lo cual es decir, en definitiva, luchar contra el sistema capitalista. Es evidente que dentro de estos marcos es más fácil el exterminio de toda forma de vida que el encontrarle solución a los ancestrales problemas de la humanidad. En ese sentido, entonces, son hoy más premonitorias que nunca las palabras de Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.

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Marcelo Colussi     PLATIQUEMOS UN RATO  

Argentina (1956). Estudió Psicología y Filosofía. Vivió en varios países latinoamericanos y desde hace 20 años radica en Guatemala. Investigador social, psicoanalista y además escribe relatos, con varios libros publicados. Foto: aporrea.org



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