martes, 17 de octubre de 2017

Legitimidad versus legalidad: la batalla por Guatemala



POR JAVIER MARTÍNEZ 

«Acá no estamos hablando de personas, sino del fortalecimiento de las instituciones», dijo el vocero presidencial, Heinz Heimann, hace unas semanas, y ese argumento se ha repetido en diversas circunstancias y sobre diferentes temas: desde el intento por declarar «non grato» al comisionado Velásquez hasta (muy en el fondo) el argumento de quienes buscan una renovación política sin salirse del sistema legal guatemalteco. Desde entonces, se me vino a la mente lo que el historiador Jorge Luján Muñoz denominaba «el problema del legalismo español». A lo que Luján se refería con ese término (o uno muy similar, porque puede ser que la memoria me traicione) era al hecho curioso del esmero que los españoles pusieron en justificar su derecho de conquistar el continente americano. Curioso porque, a diferencia de los ingleses, franceses y holandeses, los españoles se cuestionaban constantemente el porqué tendrían ellos, y no cualquier otro pueblo europeo, el derecho de conquistar y explotar este continente.
La argumentación legal de los españoles fue esta: el dueño del mundo es Dios y, por ende, sería él —por medio del Papa— quien debería decidir a quién entregárselo; la voluntad de Dios fue, entonces, que este continente fuera encontrado por un representante de la Corona española. Para sostener esta lógica, los españoles hicieron dos tratos con el Vaticano. Uno fue la bula «Inter caetera» de 1493 en la que se definió una línea imaginaria sobre el océano Atlántico: todo lo que quedara al Este sería de Portugal (esperaban que fuese África) y al Oeste, de España (esperaban que fuese América, pero ignoraban que estaba «inclinada» y, por eso, Brasil quedó del lado portugués). El otro trato fue el Real Patronato: a cambio de tener el derecho de conquistar América, el Rey correría con los gastos de la Iglesia en este territorio. Al papa Alejandro VI se le hizo feo que los españoles mataran indígenas (aunque aún se discutía si tenían o no alma) así que les pidió que antes de hacerles la guerra les dieran la oportunidad de rendirse pacíficamente; este fue el famoso «Requerimiento», un documento redactado en castellano y que debía leerse en voz alta a los indígenas, fuera cual fuera su idioma. Si estos no se «daban en paz», los españoles tenían permitido hacerles la guerra; en otras palabras, un legalismo, un ardid técnico, un proceso viciado.
Posteriormente vinieron los problemas expuestos por fray Bartolomé de las Casas: los españoles trataban a los indígenas como esclavos. Luego de extensas discusiones teológicas, De las Casas demostró que los indígenas sí tenían alma y, entonces, la Corona se vio obligada a decretar las famosas Leyes Nuevas de 1542. Estas seguían argumentando el derecho español de dominar América, pero prohibían el maltrato y la esclavitud del indígena; en general, obligaban a darles un trato semihumano. Estas leyes, publicadas en España, jamás se cumplieron en América, pues los peninsulares y los criollos simplemente las ignoraban ante la falta de supervisión y de interés en las autoridades locales por hacerlas cumplir (se beneficiaban económicamente al ignorarlas). Mientras la Corona decretaba leyes y buscaba la armazón legal que justificara su dominio y mantuviera viva la mano de obra gratuita, sus súbditos y otros países europeos hacían lo que querían en realidad. ¿En qué terminó, entonces, el fortalecimiento de la institución que intentó la Corona española? ¡En nada, en un esfuerzo vacío!
¿Se imaginan ustedes que los indígenas hubiesen intentado utilizar ese enmarañado sistema legal y administrativo español para exigir justicia? ¡Bueno, pues es lo mismo que algunos argumentan hoy: intentar cambiar el Estado por medio de sus mismos procesos truculentos, creados y administrados por corruptos! Sin embargo, los indígenas del siglo XVI sí lo hicieron: sí intentaron utilizar el sistema español para exigir sus derechos pero, como era de esperar, jamás prosperaron. Es más, esos documentos son hoy más conocidos como «obras de ficción» que por su peso como documentos legales; tales son los casos del «Memorial de Sololá» y de otros documentos etnohistóricos. En un paralelismo un poco forzado, ¿acaso no somos nosotros hoy los indios coloniales que exigen sus derechos por medio de las herramientas provistas por un sistema legal cooptado y ajeno a la realidad? ¿Será que llegaremos a algún lado o terminaremos en el olvido, al igual que este antecedente colonial?


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El objetivo de esta publicación no es promover el irrespeto a las leyes, sino debatir si en realidad es la institucionalidad la que importa, tanto para mantener como para cambiar el Estado. Quisiera, con esta publicación, invitar a que busquemos soluciones alternativas al problema político y social del país que no consistan en jugar el juego del corrupto, que no sean respetar sus reglas, que no consistan en enredarnos en eternas batallas repletas de tecnicismos sucios, de procesos viciados, de discrecionalidad de jueces vendidos, de subjetividad de magistrados con intereses políticos. Busquemos una solución que impida perder la esperanza de cambio y que impida el surgimiento de la apatía política, caldo de cultivo de la corrupción. Recordemos que la misma Constitución dice: «Nosotros, los representantes del pueblo de Guatemala, electos libre y democráticamente, reunidos en Asamblea Nacional Constituyente, con el fin de organizar jurídica y políticamente el Estado…»; esto implica que el orden constitucional es solo una forma (de muchas posibles) en que el pueblo de Guatemala puede organizar jurídica y políticamente el Estado, ¿qué tal si nos volvemos a organizar de otra manera? ¿Acaso no tendría el mismo peso y la misma validez que el orden constitucional actual? ¿Qué otras posibles maneras de representar al pueblo de Guatemala podrían existir?


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Licenciado en Letras y en Antropología; tiene un posgrado en Lingüística y una maestría en Comunicación. Actualmente estudia un doctorado en Investigación. Tiene experiencia como catedrático y editor




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miércoles, 11 de octubre de 2017

Trump y la industria de la guerra: nada ha cambiado




El [presidente] habló sobre cómo durante su administración los Estados Unidos serán testigos de la mayor acumulación militar en la historia del país. ¿Quién se beneficia? El Pentágono, los contratistas de defensa y los trabajadores en algunos estados particulares.”

Donald Abelson, Universidad de Ontario
Foto: El Cine de Hollywood




POR MARCELO COLUSSI 

Durante su campaña presidencial Donald Trump tuvo la osadía (¿bravuconada?, ¿estupidez, quizá?, ¿mal cálculo político?) de preguntarse si era conveniente continuar la guerra en Siria y la tirantez con Rusia. Probablemente cruzó por su cabeza la idea de poner énfasis, en lo fundamental, en el impulso a una alicaída economía doméstica, que paulatinamente va haciendo descender el nivel de vida de los ciudadanos estadounidenses comunes. Sus afiebradas promesas de hacer retornar a suelo patrio la industria deslocalizada (trasladada a otros puntos del mundo con mano de obra más barata), no parecen haber pasado de vano ofrecimiento. Unos pocos meses después, a menos de un año de su administración, puede verse cómo la política exterior estadounidense sigue siendo marcada por el todopoderoso complejo militar-industrial, y las guerras se suceden interminables. Y el presidente es su principal y alegre defensor.

A unos pocos días de su asunción como primer mandatario, el 27 de enero emitió el “Memorando Presidencial para Reconstruir las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”, una más que clara determinación de concederle poderes ilimitados a la omnipotente industria militar de su país. En la Sección 1 de dicho documento, titulada “Política”, puede constatarse que “Para alcanzar la paz por medio de la fuerza, será política de los Estados Unidos reconstruir las Fuerzas Armadas.” El mensaje no deja lugar a dudas. Casi inmediatamente después de la firma de ese memorando, comienzan los grandes negocios de la industria bélica.

Empresas fabricantes de ingenios militares como Lockheed Martin (especializada en aviones de guerra como el F-16 y los helicópteros Black Hawk, la mayor contratista del Pentágono), Boeing (productora de los bombarderos B-52 y los helicópteros Apache y Chinook), BAE Systems (vehículos aeroespaciales, buques de guerra, municiones, sistemas de guerra terrestre), Northrop Grumman (primer constructor de navíos de combate), Raytheon (fabricantes de los misiles Tomahawk), General Dynamics (quien aporta tanques de combate y sistemas de vigilancia), Honeywell (industria espacial), Dyncorp (monumental empresa que presta servicios de logística y mantenimiento de equipos militares) –compañías todas que para el año 2016 registraron ventas por casi un billón de dólares, teniendo incrementos desde el 2010 de un 60% en sus ganancias– se sienten exultantes: la “guerra infinita” que iniciara algunos años atrás con la “batalla contra el terrorismo”, no parece detenerse. La necesidad perpetua de renovar equipos y toda la parafernalia militar asociada promete ingentes ganancias. Todo indica que esa rama industrial sigue marcando el paso de la política imperial.

No hay dudas de que la pujanza de la economía estadounidense no es hoy similar a lo que fuera en la inmediata posguerra de 1945 y esos primeros años de triunfalismo desbordado (hasta la crisis del petróleo en la década de los 70), cuando era la superpotencia intocable. Ello no significa que está agotado el imperio estadounidense, pero sí que comienza un lento declive. De ahí que la omnímoda presencia militar en el mundo le puede asegurar el mantenimiento de su supremacía como poder hegemónico al aparecer nuevos actores que le hacen sombra (China, Rusia, Unión Europea, BRICS), al par que dinamizar muy profundamente su propia economía (3.5% de su producto bruto interno lo aporta el complejo militar-industrial, generando enormes cantidades de puestos de trabajo).

El 23 de febrero, un mes después de haber tomado posesión de su cargo en la Casa Blanca, Donald Trump declaraba provocador –fiel a su estilo– que Estados Unidos estaría reconstruyendo su arsenal atómico, dado que “se había quedado atrás” en términos comparativos con Rusia, y “será el mejor de todos” para asegurar que se colocaría “a la cabeza del club nuclear”.

Para darle operatividad a sus altisonantes declaraciones propuso un aumento de casi 17% del presupuesto de las fuerzas armadas. Ello podrá hacerse sacrificando con drásticas reducciones presupuestos sociales, tales como educación, medio ambiente, inversión en investigación científica, cultura y cooperación internacional.

El actual presupuesto para las fuerzas armadas es de 639,000 millones de dólares, lo que representa un 9% más de lo destinado a gastos militares en el último ejercicio fiscal del expresidente Barack Obama. Esa monumental cifra está destinada, básicamente, a la adquisición de nuevas armas estratégicas, a renovar profundamente la marina de guerra y a la preparación de tropas.

Paralelo a esta presencia de la industria bélica en los planes estratégicos de la presidencia, es digno de mencionarse cómo determinados personeros militares han ido ocupando puestos determinantes en toda la administración de Trump. Su jefe de despacho es John Kelly, general de los marines; el asesor de Seguridad Nacional es el general Herbert McMaster, veterano de las guerras de Irak y de Afganistán, muy respetado dentro de la jerarquía militar del Pentágono; el Secretario de Defensa es el general Jim Mattis, igualmente otro marine, conocido por su nada amigable apodo de “Perro loco”, polémico comandante de las tristemente célebres operaciones en Irak y Afganistán, entre las que está la masacre de Faluya, en Irak, en el año 2004 (un virtual criminal de guerra).

Junto a esta presencia determinante de la casta militar, Donald Trump ha dado lugar al ingreso masivo de altos ejecutivos del complejo militar-industrial en puestos claves de su gobierno. Así, por ejemplo, puede mencionarse a la actual Secretaria de Educación, la multimillonaria Betsy Devos, hermana del exmilitar y fundador de la empresa contratista de guerra Blackwater, Erik Prince. En otros términos: los generales y los fabricantes de la muerte son quienes fijan la geoestrategia de la principal potencia mundial. La destrucción, patéticamente, es buen negocio (¡para unos pocos!, claro está).

La militarización y la entrada triunfal de la industria bélica es pieza clave de la política del actual presidente de Estados Unidos. Ello puede apreciarse, además, en la estrategia de seguridad interna, por cuanto Trump rescindió un decreto ejecutivo de la presidencia de Barack Obama que prohibía el equipamiento militar a las policías locales. De este modo, el complejo militar-industrial podrá producir y vender a los cuerpos policiales armas de alto calibre, vehículos artillados y lanzagranadas. El negocio, sin dudas, marcha viento en popa.


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Si en algún momento se pudo haber pensado que la llegada de Trump con su idea de revitalizar la economía doméstica detendría en alguna medida el papel de hiper agente militar y gendarme mundial de Estados Unidos –lo que sí impulsaba la candidata Hillary Clinton–, la realidad mostró otra cosa. Dos fueron los hechos que, de una vez y terminantemente, evidenciaron quién manda realmente: el innecesario bombardeo a una base aérea en Siria –el 7 de abril– (operación militar absolutamente propagandística, sin ningún efecto práctico real en términos de operativo bélico), y unos días más tarde –el 13 de abril– el lanzamiento de la “madre de todas las bombas”, la GBU-43/B, el más potente de todos los explosivos no nucleares del arsenal estadounidense, en territorio de Afganistán (supuesto escondite del Estado islámico, igualmente operación más mediática que militar, sin ninguna consecuencia real en términos de operativo castrense).

Es más que evidente que en esta fase de capitalismo global e imperialismo desenfrenado, la estrategia hiper militarista garantiza a la clase dominante de Estados Unidos una vida que la economía productiva ya no le puede asegurar. Los nuevos enemigos se van inventando, ahora que la Guerra Fría y el fantasma del comunismo desaparecieron. Ahí están entonces, a la orden del día, “la lucha contra el terrorismo”, “la lucha contra el narcotráfico”, y seguramente en un futuro cercano “la lucha contra el crimen organizado”. Como dijera en el 2014 el por ese entonces Secretario de Defensa en la presidencia de Barack Obama, León Panetta: “La guerra contra el terrorismo durará no menos de 30 años.

El guión ya está trazado. No importa quién sea el ocupante de la Casa Blanca: los planes deben cumplirse. Si en algún momento el errático Donald Trump pudo haber hecho pensar que no era “un buen muchacho” que seguía lo establecido, la tozuda realidad (léase: los intereses inamovibles de quienes dirigen el mundo) lo pusieron en cintura.


¿Habrá guerra para rato entonces? De todos nosotros depende que ello no sea así. El llamado Reloj del Juicio Final, elaborado por el Boletín de Cientistas Atómicos de Estados Unidos, fue adelantado medio minuto para indicar que estamos a dos minutos y medio (en términos metafóricos) de un posible holocausto termonuclear si se sigue jugando a la guerra. El complejo militar-industrial estadounidense se siente omnipotente: juega a ser dios, juega con nuestras vidas, juega con el mundo. Pero un pequeño error puede producir la catástrofe. En nombre de la supervivencia de la especie humana y del planeta Tierra debemos luchar tenazmente contra esta demencial política. Lo cual es decir, en definitiva, luchar contra el sistema capitalista. Es evidente que dentro de estos marcos es más fácil el exterminio de toda forma de vida que el encontrarle solución a los ancestrales problemas de la humanidad. En ese sentido, entonces, son hoy más premonitorias que nunca las palabras de Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.

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Marcelo Colussi     PLATIQUEMOS UN RATO  

Argentina (1956). Estudió Psicología y Filosofía. Vivió en varios países latinoamericanos y desde hace 20 años radica en Guatemala. Investigador social, psicoanalista y además escribe relatos, con varios libros publicados. Foto: aporrea.org



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jueves, 5 de octubre de 2017

Demonizar a la izquierda (o derechizar la agenda política)

 Foto: Guatevisión/Twitter

Los artífices del sistema corrupto y rapaz tienen un método para que cualquier propuesta de cambio se desmorone antes de que se intente. Se basa en demonizar a cualquiera que plantee cambios sociales

POR JUAN PABLO MUÑOZ
La guerra en Guatemala fue ganada estratégicamente por la facción de inteligencia del Ejército. A cambio, las élites empresariales y políticas le abrieron de par en par las arcas del Estado para que todos juntos, cada uno en diferente proporción y a su manera, se enriquecieran con todo tipo de negocios, criminales o no, en total impunidad.
En consecuencia, cada vez que diversos actores cuestionan dicho modelo violento basado en la rapiña y en la corrupción, reaparecen los estrategas del terror defendiendo ese modelo económico-político que crearon para favorecerse.
La vieja estrategia de manipular a través del miedo
El camino siempre es el mismo. Justo cuando hay propuestas de cambio al modelo rapaz, empiezan a aparecer los eternos fantasmas de la sociedad guatemalteca. Uno muy importante es la inseguridad, la permanente sensación de que hay "alguien" que le quiere quitar lo suyo. Los enemigos públicos, que todos los días aparecen en la nota roja de los diarios amarillistas, como indicando “aquí estoy, no me he ido”, retornan a las primeras planas de los periódicos y a los horarios estelares de los noticieros de Ángel González.
Esta situación genera un clima de zozobra que acapara el 100% de la atención de la miope ciudadanía, la cual reacciona en el único sentido de exigir castigo pronto y drástico a cualquier costo.
En medio de esta vorágine de odio, los desinformadores se aprestan a vociferar que la solución es viable (pena de muerte, crear más cárceles, militarizar la policía), pero que para el efecto se necesita de cierta cesión de derechos. Sin embargo, desafortunadamente, la respuesta contundentemente violenta que se necesita, no puede ser aplicada en tanto hay “algunos” que lo impiden.
Sutilmente, el encolerizado ciudadano redirige su ira del hecho violento que lo atemorizó e indignó a ese actor maldito que no deja a los "profesionales de la seguridad" responder ejemplarmente. Este actor puede ser:
- Un funcionario público progresista cuya agenda gira alrededor de cualquier otro tema que no sea el de la militarización y el punitivismo (educación, salud, protección del ambiente, etc.);
- Cualquier figura pública que exija que, aun en el marco de una crisis de seguridad, las autoridades respeten la legalidad y los Derechos Humanos;
- Actores internacionales que advierten al Estado que existen estándares internacionales que constituyen compromisos, no entre Guatemala y otros países, sino entre el Estado y sus connacionales.
Estos actores "malditos" han cargado sobre sí la culpa de todo un aparato de violencia que no provocaron y que no promueven. Y con ello, han quedado socialmente invalidados, ellos y sus ejes de trabajo. Si se piensa en lo que la mayoría de la gente cree de los Derechos Humanos, se podrá entender mejor esta situación.
Las crisis de violencia, pues, son campañas minuciosamente planificadas, creadas y ejecutadas por profesionales de la confusión que en pocas semanas y con un profundo sentido de desprecio por la vida y la dignidad humana logran reducir cualquier debate o análisis político al enfrentamiento entre “buenos” y “malos”. Paradójicamente, del bando de los "buenos ciudadanos" están los torturadores y asesinos a sueldo, y del lado de los "malos" los defensores de los derechos de las personas, de los pueblos y de la naturaleza.
El arte de destruir al enemigo
Sin embargo, en la práctica la estrategia anterior no funciona perfectamente y no es siempre tan fácil de implementar. Sobre todo cuando las propuestas de cambio que están tratando de ser anuladas se refieren a aspectos muy evidentes de injusticia o que afectan profundamente a grandes proporciones de la población. Entonces, surge la segunda fase de la guerra sucia impulsada contra los impulsores del cambio: la fase de destrucción total.
Ya no solamente los medios de comunicación sino también estrategias políticas y judiciales, se enfocan en denigrar a aquél que se hizo merecedor del castigo por no apoyar a los “buenos ciudadanos” en su sangrienta cruzada contra el crimen. Todos los prejuicios morales y religiosos de los guatemaltecos salen a luz, incluyendo esa estúpida enfermedad que es el nacionalismo.
Dónde trabajan, a qué lugares acuden, cuál es su círculo de amigos, y otros detalles personales recabados con minuciosidad y presentados sin contexto son suficientes para demostrar que aquél que insinuó la necesidad de algún cambio, no está legitimado para hablar de asuntos públicos.
Empiezan a circular las denuncias penales espurias (que están llamadas a no prosperar porque carecen de pruebas) y los sermones en la mayoría de las iglesias. Las difamaciones en las radios más intransigentes y en las redes sociales. Los chismes en el transporte público y en las barberías. En las cenas familiares (reforzadas por el noticiero de la televisión) y en las oficinas y talleres de trabajo.
La credibilidad de los propulsores del cambio se viene abajo y cuando menos quedan aislados. Y con ellos, sus propuestas, cuyo contenido nadie sabe ni necesita saber. Basta con la idea personal que se hicieron de este.
Guatemala se pierde una y otra vez la oportunidad de hablar de cambios, de pensar en ampliar derechos y libertades, de consensuar la ley para que se respete y de la profundización democrática de un régimen que está, total a parcialmente, cerrado para la mayoría.

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Demonizar a la izquierda, derechizar la agenda política
Estos actores contra quienes se construyen campañas específicas para destruirlos surgen como “demonios” junto a lo que representan. Entonces, aparece el etiquetamiento de “comunistas”, “izquierdistas”, “chavistas”, etc. Y son categorías tan efectivas, que los guatemaltecos y sus miedos nunca jamás los aceptarán. La amenaza de otra Cuba u otra Venezuela (países ambos que observan mejores índices de desarrollo social que Guatemala) es suficiente disuasivo para que las personas prefieran seguir en la calamitosa e indigna situación en que viven.
Los actores de cambio han sido demonizados. De allí en adelante, su desaparición camina sola. Por una parte, ocurre que nadie quiere estar con los demonios y con los “apestados”. Así, los movimientos políticos con intenciones de transformación social se ven diezmados y la mayoría de compañeros viran hacia la derecha con tal de desmarcarse de los señalizados para no sufrir el futuro ominoso de difamación e invalidación social que les esperaría de continuar junto a ellos.
Este aspecto es crucial para entender la agenda política de la izquierda guatemalteca. Toda vez que la derecha ha señalado a quien “no le es permitido” estar u opinar en la acción política “aceptable”, porque es “radical”, “salvaje”, “anarquista” o “vándalo”, “perturbador”, “divisionista”, “ideologizado”, etc., el centro se entrega a los brazos de la derecha (lo cual será recompensado con jugosos salarios burocráticos y honras dentro del mundo del espectáculo político y académico nacional e internacional) y la izquierda que no quiere perder su espacio y su mediocre comodidad se corre para el centro. El debate, pues, se destruye en realidad, porque ya no se da entre contrarios, sino entre igualmente convencidos.
Por otra parte, ocurre que la demonización de personajes comprometidos con el cambio cala también en ellos mismos. En primer lugar, porque al verse “apestados”, se corren al purismo de los principios (lo más a la izquierda imaginable), obligados a trabajar simultáneamente en dos frentes de lucha: contra los propietarios del sistema corrupto y contra sus posibles “aliados de izquierda” que los abandonaron, negaron y, si se descuidan, hasta traicionaron abiertamente. 
En segundo lugar, porque los sectariza, ya que al vedarles acceso a los espacios oficiales de discusión, tienden a volverse conspirativos, paranoicos y, sobre todo, ineficaces, como puede observarse en su rápido decrecimiento como grupo y en la prácticamente nula capacidad de incidencia en los procesos sociales. Como en toda secta, el fin último empieza a convertirse en “tener la razón”.
Nota publicada en CEPPAS.org.gt
Investigador, aprendiz de historiador, casi abogado y en proceso de ser comunicador. Actualmente se desempeña como metodólogo del ICCPG y coordina el programa de Estudios sobre el poder

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